sábado, 22 de marzo de 2025

Una historia diferente (Basada en warhammer 40k)

 Pues si, esta sera una historia diferente sin tanto sexo o perversion(aunque hare una historia de slaneesh y una de nurgle asi que talves esas si sean muy pervertidas y llenas de sexo) pero para el dios de la sangre Khorne era muy complicado hacer una historia super pervertida(tomando en cuenta la naturaleza del mismo), asi que pues por el momento solo espero les guste esta historia y no me odien por no traer algo ultra mega pervertido con sexo incesto y demas :D

Los "Angeles" de Khorne

El fragor de la batalla rugía en el mundo perdido de Sanctis V, un planeta antaño próspero, ahora reducido a un campo de exterminio. Durante incontables horas, la resistencia humana había sido aplastada sin piedad por la invasión de los demonios de Khorne. Solo quedaban cinco, cinco guerreras del Adepta Sororitas, cuyos cuerpos estaban bañados en sangre, sudor y cenizas. Sus armaduras, otrora impecables, ahora estaban marcadas con las huellas de la guerra. Pero no se rendían.

La Hermana Superiora Justina lideraba a las sobrevivientes con una fe inquebrantable. Juntas, habían enfrentado hordas de desangradores, aplastado a los mastines carmesí y derribado a varios Príncipes Demonios con la furia del Emperador en sus corazones. A pesar del agotamiento, mantenían la esperanza. Sabían que si resistían un poco más, tal vez lograrían restablecer las comunicaciones con la flota imperial. Si no podían ser rescatadas, al menos su sacrificio quedaría registrado en los anales del Imperio.

El terreno a su alrededor era un páramo de destrucción. Cuerpos despedazados de demonios y humanos se mezclaban en el suelo ensangrentado. Columnas de humo ascendían al cielo en llamas, y el aire estaba impregnado del hedor a carne quemada y sangre derramada. Justina, con la respiración pesada, observó a sus hermanas: Sor Juliana, aún de pie con su bólter pesado humeante; Sor Beatrix, con su armadura resquebrajada pero su espada sierra aún vibrando en su mano; Sor Helena, cuyos labios aún recitaban letanías de fe mientras recargaba su arma; y Sor Cassandra, con el rostro cubierto de polvo y sangre, pero con su mirada firme en el horizonte.









No estaban solas. El Emperador estaba con ellas. Habían logrado lo impensable: resistir la embestida de los siervos de Khorne. Confiaban en que su valentía no sería en vano, que su lucha sería recordada. Quizás aún podían salir con vida.

—Mantened la formación —ordenó Justina, su voz firme como el acero—. El enemigo no debe romper nuestras líneas.

—Por el Emperador —respondieron sus hermanas al unísono.

Las ruinas de una antigua capilla imperial servían de refugio, su estructura dañada pero aún resistente. Cada una tomó una posición estratégica, bólteres en mano, listas para el siguiente asalto. Desde las sombras de la bruma carmesí, gruñidos guturales anunciaban la llegada de más demonios. Se escuchaban tambores de guerra, el inconfundible clamor de las huestes de Khorne. Pero las Sororitas no temían. Habían derramado demasiada sangre como para flaquear ahora.

El primer demonio emergió de entre las llamas, una bestia musculosa con cuernos goteando icor negro. Su rugido resonó en el campo de batalla, y con un salto descomunal se lanzó hacia ellas. Un solo disparo de Juliana lo hizo estallar en una lluvia de llamas y cenizas. Pero por cada demonio que caía, dos más emergían.

Las hermanas disparaban sin cesar, descargando ráfagas bendecidas por la fe en el Emperador. Helena entonaba himnos de guerra, su voz resonando con fervor. Beatrix se arrojó de lleno contra un mastín carmesí que había logrado acercarse demasiado, su espada sierra desgarrando su carne maldita con un chirrido mecánico y un aullido infernal.

Las balas se agotaban, los músculos ardían de fatiga, pero la voluntad de las Sororitas seguía inquebrantable.

Entonces, Justina sintió algo extraño. Una presión en el pecho, apenas perceptible, como si el aire mismo se hubiese vuelto más denso. No era miedo, no era cansancio. Algo más estaba ocurriendo.

El fuego de las hogueras pareció disminuir su brillo, las sombras se alargaron sobre las ruinas y un silencio momentáneo se apoderó del campo de batalla. La bruma roja se agitó como si una fuerza invisible la removiera.

Juliana notó la tensión en el rostro de Justina y preguntó:

—¿Hermana…?

Justina levantó la mano, en señal de alerta. Las demás hermanas sintieron lo mismo: una presencia abrumadora que se cernía sobre ellas. La batalla no había terminado, pero algo mucho peor estaba por comenzar.

Y entonces, la tierra tembló.

El cielo de Sanctis V se tornó de un rojo más profundo, como si la sangre misma manara de las nubes y cubriera el mundo en un velo carmesí. La presión en el aire se intensificó, y las llamas de las hogueras titubearon antes de casi extinguirse. Un rugido inhumano resonó por todo el campo de batalla, un estruendo que helaba la sangre y anunciaba la llegada de algo inconcebiblemente poderoso.

Los demonios de Khorne, que hasta ese momento se lanzaban con furia ciega contra las Sororitas, de pronto se detuvieron. Un silencio sepulcral se extendió por la llanura destruida. Uno a uno, los desangradores cayeron de rodillas, sus espadas infernales clavadas en el suelo en un gesto de reverencia. Los mastines de Khorne aullaron con un fervor salvaje, sus ojos llameando con un reconocimiento primigenio. Los Príncipes Demonios inclinaron sus cabezas y extendieron sus brazos en señal de tributo. El mismísimo aire vibró con el clamor de los siervos del Dios de la Sangre.

Desde un portal de fuego y sombras emergió la forma titánica de un Avatar de Khorne.

Su presencia era como un cataclismo hecho carne: una armadura de bronce y hueso, cicatrices de mil batallas talladas en su piel endurecida, y una hacha descomunal goteando la esencia de incontables almas segadas. Su mirada era fuego puro, un abismo de guerra y destrucción infinitas. Cada uno de sus pasos hacía temblar la tierra, cada exhalación llenaba el aire con el hedor a muerte y a hierro oxidado.

Las Sororitas, aún con sus cuerpos agotados y heridas abiertas, se mantuvieron firmes. Sabían que se enfrentaban a algo que ningún humano podría derrotar, pero su fe era inquebrantable. Apretaron las armas, murmuraron oraciones y se prepararon para morir de pie.

El Avatar de Khorne alzó su hacha y con una voz que resonó como un trueno en el campo de batalla, habló:

—Guerreras del falso emperador, os saludo. Pocas han demostrado la furia en combate que vosotras habéis exhibido hoy. Habéis bañado esta tierra con la sangre de mis legiones y resistido donde otros perecieron sin gloria. En otro tiempo, en otro destino, habríais sido grandes campeonas.

Las Sororitas no respondieron. Justina mantuvo su mirada fija en la criatura, su mandíbula apretada con una mezcla de desafío y resignación. Sabía que no habría victoria aquí, pero no permitiría que el monstruo mancillara su fe.

El Avatar dejó escapar una risa gutural.

—Vuestra devoción es inquebrantable. Y por ello, no os ofrezco un pacto, sino una sentencia. No necesito vuestras almas. Son inútiles, atadas al débil cadáver de Terra. Pero vuestros cuerpos… vuestros cuerpos servirán bien en la guerra eterna.

Con un simple gesto de su garra titánica, una energía oscura y abrasadora los envolvió. Justina sintió algo arrancándola desde lo más profundo de su ser. Su fe ardió, luchó, resistió… pero fue en vano.

Las hermanas gritaron, no de dolor físico, sino de una angustia indescriptible cuando sus almas fueron desarraigadas. Beatrix intentó aferrarse a su espada, pero sus manos temblaban mientras su esencia se desvanecía. Helena, con lágrimas de furia, intentó murmurar una última oración, pero sus labios ya no emitían sonido alguno. Juliana y Cassandra miraron al vacío, sus ojos reflejando el terror de lo inevitable.

Y entonces, el Avatar cerró su puño. Las almas de las Sororitas, ya débiles y sin refugio, fueron reducidas a cenizas, borradas de la existencia. No hubo redención, no hubo descanso en el abrazo del Emperador. Solo la nada.

Sus cuerpos, aún respirando, cayeron al suelo. Sus corazones aún latían, sus músculos aún poseían la memoria de la batalla, pero sus ojos vacíos eran prueba de que las guerreras ya no estaban allí. Eran cascarones sin voluntad, listos para ser reclamados.

El Avatar alzó su hacha en señal de victoria.

—Demonios, tomad lo que os ofrezco. Que la carne de estas guerreras os sirva como nuevo receptáculo para la guerra de Khorne.

Los rugidos de júbilo resonaron en el campo de batalla mientras varios desangradores y Príncipes Demonios se adelantaban. Con un brillo carmesí en sus ojos, los espíritus infernales se fundieron con los cuerpos caídos de las Sororitas. Sus posturas se tensaron, sus dedos se crisparon y, uno a uno, se alzaron nuevamente, pero ya no eran las hermanas de batalla que habían resistido hasta el final.

Un nuevo escuadrón de guerreros de Khorne había nacido, con la apariencia de las antiguas hijas del Emperador, pero con el odio y la furia de los siervos del Dios de la Sangre. La guerra continuaría, y ahora, la herejía marcharía con los rostros de aquellas que alguna vez fueron defensoras de la humanidad.

Los recién ascendidos guerreros de Khorne se alzaron sobre el campo de batalla, flexionando sus nuevos cuerpos con una fascinación primigenia. Sus ojos, ahora llameantes y rebosantes de esencia demoníaca, exploraban las manos, las piernas, los músculos que antes pertenecieron a las devotas del Emperador. Cada uno de ellos sentía la fuerza contenida en la carne mortal que ahora les servía como receptáculo.

Uno de los desangradores, quien ahora habitaba el cuerpo de la antigua Hermana Superiora Justina, dejó escapar una carcajada ronca mientras cerraba y abría su puño, maravillado por la precisión con la que sus nuevos dedos respondían. Sus garras ya no eran meros fragmentos de disformidad, sino manos capaces de blandir acero con una destreza perfeccionada por años de entrenamiento humano.

—Este cuerpo… es fuerte. Forjado en guerra, templado en dolor. —murmuró el demonio con una voz que reverberaba en un eco de fuego y furia—. La carne de los humanos siempre ha sido débil, pero estas… estas eran verdaderas guerreras.

Otro demonio, quien había tomado posesión de Beatrix, deslizó sus dedos por la superficie de la armadura, sintiendo el peso del adamantio y el aroma metálico de la sangre incrustada en sus placas. Con un gesto de curiosidad, colocó una mano sobre su propio pecho y cerró los ojos, explorando lo que quedaba dentro de su nuevo huésped. Una oleada de recuerdos emergió en su mente, un torrente de memorias que no le pertenecían.

—Beatrix…—pronunció el nombre con deleite, sintiendo la herencia del cuerpo—. Así se llamaba esta carne. Sus recuerdos… su entrenamiento… todo sigue aquí. Su fe ha muerto, pero su habilidad permanece. ¡Jajajaja! Esto no es una simple posesión… esto es trascendencia.

Los demás demonios repitieron el proceso, sumergiéndose en las memorias de sus recipientes, absorbiendo su conocimiento como una esponja en un océano de guerra y disciplina. Juliana, Cassandra, Helena… nombres que alguna vez resonaron en los pasillos de conventos imperiales ahora eran murmurados con regocijo por los siervos de Khorne.

Uno de ellos se miró en el reflejo de una espada caída y soltó un gruñido de satisfacción.

—Hemos ganado más que simples cuerpos. Hemos heredado su entrenamiento, su resistencia, su precisión. Esta carne mortal es ahora un arma de Khorne, ¡afilada y lista para derramar más sangre!

El antiguo desangrador que ahora portaba el cuerpo de Justina alzó su espada con un gesto triunfal, girándola con una destreza que jamás tuvo en su forma demoníaca. A su alrededor, los demás hicieron lo mismo, disfrutando de la velocidad y precisión de sus nuevas formas. Eran más rápidos, más fuertes, más letales que antes. Lo que las Sororitas habían perfeccionado con años de devoción ahora era usado en nombre del Dios de la Sangre.

Los demonios rugieron al unísono, proclamando su renacimiento. No eran simples invasores de carne. Eran los nuevos campeones de Khorne, bendecidos con la fuerza de la humanidad y la inmortalidad del caos. La guerra continuaría, y ahora, la furia del Dios de la Sangre marchaba con los cuerpos de sus antiguas enemigas.

En un rincón remoto del Imperio, en un mundo pequeño pero de vital importancia estratégica, la humanidad vivía en paz. Su ubicación, clave para las rutas de suministros y coordinación militar, le otorgaba una protección excepcional. Guarniciones de la Guardia Imperial patrullaban sus ciudades, y destacamentos de Marines Espaciales mantenían su vigilancia desde sus fortalezas-monasterio. La población, aunque siempre consciente de la guerra que consumía la galaxia, disfrutaba de una relativa tranquilidad.

Había pasado tiempo desde la caída de Sanctis V. Lo que ocurrió en aquel mundo maldito había sido olvidado, sepultado bajo los innumerables conflictos que asolaban la galaxia. Para este mundo, aquel evento no era más que un rumor perdido en los registros del Administratum, una historia olvidada en el inmenso océano del tiempo. Nadie recordaba el destino de las valientes que lucharon hasta el final, ni la sombra oscura que había nacido de su sacrificio.

Pero la calma no duró.

Un día, sin advertencia, el cielo se tornó rojo como la sangre derramada en incontables batallas. Un sonido gutural, profundo y primigenio resonó en todo el planeta, un aullido que hizo vibrar el aire y perforó los oídos de cada habitante. Los niños lloraban, los animales huían enloquecidos, y hasta los más endurecidos soldados sintieron un escalofrío recorrerles la espalda. Sabían lo que significaba. Era el presagio de la ruina.

Desde lo alto, las nubes se desgarraron y la realidad misma se fracturó. Portales carmesíes se abrieron en el firmamento, regurgitando incontables legiones demoníacas. Cientos de miles de criaturas infernales cayeron del cielo como una tormenta de pesadilla, azotando el mundo con un frenesí de muerte y destrucción. Los primeros en caer fueron los bastiones exteriores, sus defensas desmoronadas ante la arremetida imparable de la horda del caos.

Desangradores, mastines carmesí y bestias de guerra arrasaban con todo a su paso. Las trincheras de la Guardia Imperial fueron anegadas en sangre, sus soldados incapaces de contener la avalancha de horrores que se abalanzaba sobre ellos. Incluso los Marines Espaciales, emblemas de la resistencia y la fuerza del Imperio, se vieron superados. Lucharon con la ferocidad de mil guerras, pero por cada demonio que caía, otros diez emergían de la disformidad.

Las catedrales imperiales ardieron, las fortalezas fueron reducidas a escombros y las ciudades enteras se convirtieron en mataderos. Nadie podía contra la horda de Khorne. El planeta, antaño bastión de la humanidad, se convertía en un altar de sangre para el Dios de la Guerra.

Varios batallones de los capítulos de los Ultramarines comenzaron su avance con precisión y determinación, recuperando terreno y aniquilando a incontables hordas de demonios que se interponían en su camino. Con una brutalidad calculada, las escuadras de Marines Espaciales aplastaban con furia los vestigios de la invasión infernal. Los bolters rugían como tormentas de muerte, reduciendo a los desangradores a meras masas de carne destrozada, y las espadas sierra abrían grietas en el mismísimo tejido de la disformidad al destrozar sin piedad a las bestias de Khorne. Los demonios caían como moscas ante la disciplina de los guerreros del Emperador, y por un momento, la marea de la batalla pareció volcarse a favor de la humanidad. Desde sus puestos de mando, los Tenientes Comandantes de los capítulos astartes observaban con orgullo cómo sus estrategias, su entrenamiento y el inquebrantable espíritu de sus hermanos comenzaban a devolver el control a las fuerzas imperiales. La victoria parecía al alcance de la mano.

Pero entonces, lo mismo que ocurrió en Sanctis V se repitió en este pequeño mundo, como si la misma maldición hubiera sido desatada una vez más. El cielo, que hasta ese momento solo estaba teñido por el humo y las cenizas del combate, se tornó en un rojo profundo, más oscuro que la sangre vertida en incontables batallas. Una vibración antinatural recorrió el campo de guerra, un escalofrío indescriptible que congeló hasta la médula a soldados y Marines por igual. De repente, un clamor atronador resonó en los cielos, un rugido colosal que parecía ser la voz misma de la guerra, anunciando el verdadero horror que estaba por llegar. El fragor de la batalla se detuvo por un instante, como si el universo mismo contuviera el aliento ante lo inevitable. Y entonces, emergiendo de las alturas como figuras etéreas descendiendo del Olimpo, cinco siluetas se dejaron ver.

A lo lejos, parecían ángeles. Con sus armaduras ornamentadas y su porte marcial, las cinco figuras descendían con gracia, envueltas en un resplandor ominoso que desafiaba toda lógica. Al principio, los Marines y los soldados imperiales sintieron un atisbo de esperanza, creyendo que eran emisarias del Emperador, llegadas para reclamar la gloria de la humanidad con fuego y fe. Pero esa ilusión se desvaneció tan pronto como el aura que las rodeaba se hizo palpable. A medida que se acercaban, su presencia se volvía cada vez más asfixiante, una marea invisible de pura maldad que oprimía los corazones de los más valientes y llenaba sus mentes de una certeza aterradora: lo que venía no era salvación. Era condenación.

Lo que descendía del cielo no eran Hermanas de Batalla en busca de venganza. No eran ángeles del Emperador. Eran cinco heraldos de la ruina, cinco guerreras cuyos cuerpos, antaño sagrados y devotos, habían sido profanados y convertidos en recipientes de la voluntad del Dios de la Sangre. Los demonios de Khorne, aquellos que habían tomado las almas de las Sororitas caídas en Sanctis V y reclamado sus cuerpos inmaculados, ahora tocaban tierra como auténticas diosas de la masacre. Sus ojos se abrieron, y en ellos ardía una ira primigenia, una furia ancestral solo vista en los Príncipes Demonios más poderosos del Caos. La carne que llevaban aún era la de las Hermanas de Batalla, pero sus almas eran puro fuego infernal, consumidas por la sed de sangre y la gloriosa aniquilación.

Los Marines estaban confundidos. A simple vista, las figuras parecían Hermanas de Batalla; sus armaduras aún conservaban la ornamentación del Adepta Sororitas, sus rasgos aún recordaban la humanidad que una vez habitaron esos cuerpos. Pero la corrupción era innegable. La mera presencia de estas cinco guerreras corrompidas hacía que los augures de los Marines fallaran, que las comunicaciones se llenaran de interferencia y que los más débiles entre los guardias imperiales cayeran de rodillas con un terror incontrolable. La realidad se distorsionaba a su alrededor, como si el mismo mundo rechazara su existencia.

Cuando finalmente tocaron tierra, sus pisadas resonaron con un eco pesado, como martillos sobre acero. En un movimiento sincronizado, alzaron la vista y contemplaron el campo de batalla con ojos ardientes, llenos de desprecio por todo lo que representaba la humanidad. No emitieron palabras, no proclamaron desafío alguno. No era necesario. La guerra era su mensaje, y el derramamiento de sangre sería su respuesta. Con una explosión de velocidad sobrehumana, las cinco Ángeles de Khorne se lanzaron al combate, y la masacre comenzó.

Las filas de los Marines Espaciales, hasta entonces victoriosas, fueron destrozadas en cuestión de segundos. No había defensa posible. No existía táctica, escudo o espada capaz de contener la tempestad de destrucción que habían desatado. Con cada tajo de sus armas, los cuerpos astartes eran reducidos a meras pilas de carne destrozada, y por cada Marine caído, el campo de batalla se teñía aún más de un carmesí impío. Uno a uno, los escuadrones desaparecían en una vorágine de sangre y furia. No eran simplemente guerreras poseídas. No eran meras marionetas de los poderes ruinosos. Eran avatares de la guerra, encarnaciones de la ira de Khorne, y su sed de masacre era insaciable.

Los gritos de los Marines, acostumbrados a desafiar la muerte sin temor, se convirtieron en ecos de desesperación. Intentaron resistir, intentaron hacer retroceder la oleada infernal, pero era inútil. Cualquier intento de contraataque era respondido con una brutalidad implacable. Cualquier intento de repliegue terminaba en una carnicería absoluta. No había escapatoria. No había redención. Sólo sangre. Sólo muerte.

Para la humanidad en aquel mundo, todo había terminado en el momento exacto en que las cinco Ángeles de Khorne tocaron tierra.

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