Hace mucho no hacia una historia de este tipo, de hecho creo que nunca hice una asi jaja un cambio de cuerpos "normal", pero bueno aqui se las dejo y espero la disfruten ahora bien los que se emocionan con la historia de victorius sera publicada hoy, mañana o pasado pues buscar las imagenes que combinen con la historia es algo complicado mas porque "cat" a cambiado mucho desde esa epoca aun asi no desesperen la publicare por mientras disfruten esta :D
La plaza comercial bullía con su rutina habitual: música suave de fondo, anuncios luminosos, risas dispersas, pasos acelerados. Era un sábado cualquiera. Y Ferka caminaba como si fuera una pasarela.
No llevaba gorra, ni lentes oscuros, ni nada que ocultara quién era.
Ya no lo necesitaba.
A estas alturas de su carrera, María Fernanda ya no despertaba multitudes. Su fama venía más de escándalos pasados, de frases picantes en realities, de su figura bien conservada. La Isla, sus peleas, sus fotos subidas de tono en Instagram… todo eso aún la mantenía visible, pero no venerada. Y eso, para ella, era suficiente. No tenía hordas de fans, pero sí miradas. Siempre había miradas.
Caminaba como si el centro comercial le perteneciera, sus tacones repicando con arrogancia medida sobre el mármol. Una minifalda que dejaba poco a la imaginación, un top ceñido que realzaba sus curvas, y ese vaivén de caderas que no era casualidad: Ferka sabía lo que su cuerpo provocaba, y lo usaba. El derecho que la belleza da.
Iba a comprar maquillaje, o tal vez solo a hacerse ver. Cuando caminás así, todo parece una declaración.
Pero entonces —en el giro de un pasillo— ocurrió.
Un golpe seco. Cuerpos chocando. Un paso en falso. Tacones desestabilizados.
Ferka retrocedió un par de pasos con un quejido.
—¡Oye! ¡Fíjate! —exclamó, irritada.
—¡Perdón! Perdón, no te vi… —respondió el otro, tambaleándose un poco.
Francisco.
Treinta y siete años. Godínez de oficina. Camisa blanca metida con esfuerzo en un pantalón ya desgastado. No era feo, pero tampoco tenía nada que lo hiciera destacar. Morenito, algo gordito, pelo perfectamente peinado con cera barata. Sus zapatos estaban pulcros, pero sus ojeras delataban una semana larga.
Iba pensando en Excel, en pagos, en cómo estirar la quincena sin dejar de pagar el gas. No tenía idea de quién era la mujer que había golpeado pues iba sumido en sus pensamientos. La reconoció después. Cuando ya era tarde.
Porque en el momento en que sus frentes se tocaron, en el segundo exacto en que el contacto fue lo suficientemente íntimo, algo pasó.
Como un latigazo eléctrico que no duele. Como un suspiro interno que lo succiona todo.
Ambos parpadearon al mismo tiempo.
Ferka se tambaleó. Pero no sobre tacones.
Sintió los pies firmes, pesados. Sintió la camisa pegada a una espalda sudada. Sintió algo colgando entre las piernas y un rostro que no reconocía en el reflejo de la vitrina.
Francisco abrió los ojos… y vio tacones.
Pero no puestos frente a él. Bajo él.
Sintió el peso distinto en el pecho. La minifalda pegada al muslo. El pelo largo cayendo sobre los hombros. Las uñas esmaltadas. El perfume dulce que no venía del aire, sino de su propia piel.
—No… no mames… —susurró con la voz más sensual que jamás había escuchado. Y era suya.
Ferka se giró. O mejor dicho, su antiguo cuerpo lo hizo, con torpeza, y ojos abiertos como platos.
—¡¿Qué diablos hiciste?! —gritó, pero la voz grave la traicionó.
Se miraron. Un silencio de apenas tres segundos bastó para que ambos supieran una verdad irrefutable:
Habían intercambiado cuerpos.
No fue solo el mareo ni el golpe: fue el desplazamiento.
Como si hubiera caído de sí misma.
Y cuando abrió los ojos y vio su cuerpo frente a ella —su propio cuerpo, con su ropa, su pelo perfecto, y una expresión de idiotez— el terror la atravesó como un rayo.
—¡¿Qué…?! —empezó a decir, pero la voz ronca, masculina, extraña, le cortó el aliento.
Miró sus manos: grandes, morenas, con uñas descuidadas.
Bajó la mirada y vio una camisa blanca de oficina sobre un abdomen que no era suyo.
Y al alzar la vista de nuevo, su antiguo cuerpo… el de ella, esa imagen que había perfeccionado frente al espejo por años… la miraba de regreso.
Francisco no entendía nada.
—¿Qué… qué está pasando? —balbuceó, con una voz dulce y femenina que le provocó un escalofrío. Instintivamente, se llevó las manos al pecho… y se detuvo al sentir la curva suave bajo la tela ajustada.
Ferka no dudó ni un segundo más.
—¡Ven! —gruñó, tomando con fuerza a su antiguo cuerpo del brazo.
—¿Eh? ¡Oye, espérate! —protestó Francisco, tropezando sobre los tacones altos al ser jalado.
Ferka no escuchaba. Estaba en modo control de daños.
Miraba a los lados con paranoia. Gente. Celulares. Miradas.
“No. Nadie puede ver esto. No así.”
Avanzó con pasos torpes y rápidos, arrastrando a Francisco por pasillos laterales, evitando zonas concurridas. Mientras caminaban, Francisco trataba de entender por qué todo se sentía tan extraño… tan vivo.
El roce del cabello largo en su espalda. El bamboleo natural en cada paso. Los tacones que hacían que sus caderas se movieran con una sensualidad que no podía controlar. Sentía el aire fresco colarse bajo la falda, y el ajuste firme del top marcándole cada respiración.
Cada paso era un descubrimiento nuevo.
Cada mirada que recibía, un pequeño shock.
Y aún no sabía si entrar en pánico… o en éxtasis.
Pero Ferka sí sabía lo que sentía: furia, vergüenza, confusión.
Ella no era alguien que perdiera el control. Mucho menos sobre su cuerpo.
Encontró lo que buscaba: un armario de servicio.
—Aquí —dijo entre dientes, empujando a su cuerpo adentro.
Francisco entró trastabillando, y Ferka cerró la puerta de golpe. Un silencio denso cayó sobre ellos. Solo el parpadeo del foco y sus respiraciones agitadas.
—¿Qué me hiciste? —escupió Ferka, con ojos de fuego.
—¡¿Qué te hice yo?! —respondió Francisco, mirando su reflejo en el vidrio empañado de una puerta de emergencia—. ¡Yo solo iba caminando!
Ferka lo observó con una mezcla de rabia y pánico. Y ese fue el momento en que se le ocurrió: "¿Y si se revierte con contacto? ¿Un beso? ¿Un choque más fuerte?"
Pero antes de eso… tenía que impedir que Francisco se distrajera más de la cuenta.
Porque ya lo veía:
Sus manos empezaban a explorar.
Poco. Discretamente.
Pero lo hacían.
Y eso, Ferka no lo iba a permitir.
Dentro del armario de servicio, el aire era denso.
Ferka cerró la puerta de un golpe.
El sonido reverberó como un trueno.
Ella se giró de inmediato y lo encaró. Se encaró.
—¡No vuelvas a tocarlo! —gritó, señalando con fuerza el cuerpo de ella… ahora habitado por él.
Francisco retrocedió un paso. Aún no se acostumbraba al peso en el pecho, al equilibrio en tacones, al modo en que su reflejo le devolvía la mirada con esos labios carnosos y esa ropa apretada.
—¿Qué? Yo no hice nada… solo me estaba… ajustando, no sé qué está pasando.
—¡Claro que no sabes! ¿Cómo vas a saberlo tú? Un asalariado X, un tipo cualquiera que vino a joderme la vida con un choque! ¡¿Sabes quién soy?!
Francisco se quedó en silencio. La rabia en su propia cara —porque era su rostro el que gritaba ahora— lo dejó mudo.
—Eres… Ferka, ¿no?
—Soy Ferka. Esa. Esa que estás usando. ¡Esa soy yo! —rugió, dando un paso más—. Así que no vas a tocarme, no vas a mostrarte en público, no vas a abrir la boca ni una vez sin mi permiso. ¿Me estás escuchando?
—Sí… —susurró él, casi hipnotizado. Le costaba concentrarse. La sensación de la tela en sus muslos, del cabello rozándole la nuca, lo abrumaba. Su cuerpo… no, el de ella… era demasiado.
Ferka respiró agitada. Se giró de espaldas por un momento, conteniendo el temblor de sus manos. El olor del lugar era feo. La situación, absurda. Pero tenía que probar algo.
—Tal vez… —dijo más bajo—. Tal vez se revierte si repetimos lo que pasó. El contacto. El golpe.
—¿Quieres que… nos golpeemos? —preguntó Francisco, confundido.
—No. Tal vez… un beso.
Él la miró como si le hubieran ofrecido un boleto de lotería.
—¿Un beso?
—No me lo recuerdes —gruñó Ferka—. Solo… acércate.
Francisco obedeció. Titubeante.
Ella también. Aunque ahora medía más, se sentía incómoda. Tosca.
Él era torpe, como si su cuerpo no le obedeciera.
Pero cuando estuvieron frente a frente —cuerpo con cuerpo—
labios con labios…
se besaron.
Fue un roce corto, tenso, mecánico.
Nada.
Ferka frunció el ceño.
—Otra vez.
Un segundo beso. Esta vez más firme. Más largo.
Los pechos de Ferka —los de él, ahora— presionados contra el pecho de Francisco, que aún conservaba la postura tiesa del miedo.
Nada.
—¡Maldita sea! —gritó Ferka, golpeando una escoba con fuerza.
—Esto es real… —dijo Francisco, pasándose los dedos por los labios, sintiendo el gloss ajeno aún pegajoso—. No fue un sueño.
—Por supuesto que es real —espetó ella—. Y estás jugando con algo que no entiendes. ¿Sabes lo que este cuerpo me costó? ¿Lo que vale?
Francisco bajó la vista.
Luego, casi en un susurro:
—Lo estoy sintiendo ahora…
Ferka lo miró con una mezcla de rabia y temor.
Sabía que si no lo controlaba pronto, ese hombre iba a perderse en su cuerpo.
Y ella… iba a quedarse con el suyo.
El tercer beso no fue más útil que los anteriores.
Solo dejó a Ferka más furiosa y a Francisco más tentado.
Se separaron, cada uno atrapado en el cuerpo del otro. El silencio era espeso, tenso, cargado de miradas que no se sostenían demasiado. Ferka respiraba agitada, apoyada contra una pared sucia, sudando con un cuerpo que no sentía suyo, que le pesaba, que olía distinto. Francisco seguía en su trance particular, cruzado de brazos, mirando sus propias uñas pintadas y rozando a veces, por accidente, sus propios labios gruesos con las yemas de los dedos.
Y es que sentía todo.
Cada roce.
Cada apretón sutil del top contra su nuevo pecho.
Cada mechón de cabello que le hacía cosquillas en la clavícula.
Era como estar dentro de un disfraz... que respiraba.
Ferka se recompuso. O lo intentó. Adoptó una postura autoritaria que no le salía bien en ese cuerpo. Pero su mirada, desde el rostro ajeno de Francisco, era la misma de siempre: firme, decidida, despiadada.
—Vamos a salir de aquí —ordenó—. Y vas a hacer exactamente lo que te diga.
Francisco asintió con suavidad.
Una dulzura fingida en su sonrisa.
—Como tú digas… “Ferka”.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Ni se te ocurra burlarte.
—No me burlaría —respondió, con esa voz femenina que ahora era suya—. Solo trato de… adaptarme. Como tú.
Ferka le dio la espalda. No quiso seguir discutiendo. No aquí. No así. Pero no notó que mientras caminaba hacia la puerta, él —dentro de su cuerpo— se acariciaba fugazmente el muslo, como quien prueba una fruta madura sin que nadie lo vea.
Era un gesto pequeño. Pero estaba empezando.
Salieron del cuarto de servicio con paso torpe, fingiendo normalidad. Las luces de la plaza les cayeron encima como reflectores. Pero el mundo no los notó.
Cada uno volvió a su nueva vida, como si nada.
Como si no se hubieran intercambiado por completo.
Ferka —dentro del cuerpo sudado y pesado de Francisco— respiraba hondo, tratando de pensar cómo recuperar lo suyo.
Francisco —dentro del cuerpo mediático y deseado de Ferka— miraba sus pasos reflejados en las vitrinas y se decía:
"Solo tengo que fingir. Solo eso."
—¿Dónde vives? —preguntó Ferka, con resignación.
—¿Tú, querrás decir? —corrigió él, y ella lo fulminó con la mirada.
—No empieces.
—Está bien, está bien vivo en xxxx En una pequeña casa. Tengo la dirección en mi celular. Está desbloqueado con tu cara… digo, mi cara. Así que no hay problema.
Ferka apretó los dientes.
—Esta bien mi direccion tambien esta en el gps de mi telefono, ve a mi casa y Nos encontraremos mañana. A las 8. Aquí mismo. No tomes decisiones. No salgas. No publiques. No toques.
Francisco puso cara de niño obediente.
—Claro. Cero contacto. Prometido.
Pero mientras se alejaba con la cadencia natural de esas caderas nuevas, sintiendo el roce suave del encaje en su entrepierna, la verdad se le desbordaba en cada paso:
No iba a aguantar mucho más.
Despues de buscar en la bolsa de ferka encontro un pequeño papelito
El papelito del estacionamiento decía “Zona 1 - Nivel 2B”.
Las llaves tenían un llavero con la letra “F” dorada.
No necesitaba más pistas.
Francisco miró las llaves con un temblor silencioso en los dedos.
Sabía lo que tenía frente a él.
Ese no era cualquier cuerpo.
Era el cuerpo.
Conocido. Deseado. Publicado. Soñado.
Y ahora… suyo.
Aunque no se atreviera todavía a pensarlo así.
Caminar por el estacionamiento con tacones fue un reto.
Cada paso rebotaba. En las piernas. En las caderas. En las tetas
En su nuevo centro de gravedad.
El eco de los pasos sobre el concreto hacía que su falda se moviera apenas con el viento. El reflejo en los vidrios de los autos le mostraba esa figura que antes había visto solo en redes. Solo que ahora… era él.
Cada paso que daba se notaba más natural.
El cuerpo parecía tener memoria propia.
Y eso, le fascinaba.
—Tranquilo —se dijo a sí mismo en voz baja, sintiendo cómo la voz salía como un susurro dulce—. No aquí. No aún.
Sabía que un mal movimiento podía salir en algún portal de chismes. Un paparazzi agazapado, una cámara casual desde algún carro. No podía arriesgarse.
Por ahora, tenía que parecer ella.
Tenía que fingir que ese cuerpo aún no lo excitaba. aunque por dentro moria de excitacion
El auto era un sedán de lujo, color negro, impecable. Cuando abrió la puerta y se sentó, un escalofrío le recorrió la espalda.
El cuero del asiento tocó la piel desnuda de sus muslos por debajo de la falda.
Y ay, Dios.
Ese simple contacto le encendió un punto que no sabía que existía.
Tragó saliva.
Encendió el motor.
Puso el GPS con manos temblorosas.
"Casa" estaba registrada como favorita.
Condujo.
Las calles cambiaban con cada kilómetro.
De banquetas rotas y tienditas con rejas...
a avenidas arboladas, camellones limpios, autos costosos, casetas de vigilancia.
Pasó por calles con nombres franceses. Con jardineras recortadas.
"Colonia de alta alcurnia" era decir poco.
Ferka vivía en lo que él, hasta ese día, ni siquiera soñaba:
Una casota con portón eléctrico, cámaras, y tres autos estacionados en fila.
Cuando cruzó la reja automática con el control que venía colgado del llavero, algo en su interior se encendió.
—No puede ser… —dijo al ver la fachada iluminada—. Esto es… otra vida.
Estacionó el auto en reversa, torpemente.
Bajó con cuidado, sujetando su nueva falda.
Las luces se encendieron solas.
Entró.
Y el olor a perfume caro, madera tratada, y aire acondicionado lo recibió como si fuera una reina.
No cerró la puerta de inmediato.
Se quedó quieto.
Escuchando.
Sintiéndose.
Estaba solo.
Finalmente.
Completamente.
Solo con el cuerpo de Ferka.
Y supo —en lo más hondo de su estómago—
que no iba a resistir mucho más.
La casa era un templo del exceso y el buen gusto.
Amplios ventanales, pisos brillantes, obras decorativas que Francisco no podía identificar por nombre pero que claramente costaban más que su salario mensual. Techos altos, paredes blancas, luces cálidas.
Pero nada de eso le importaba.
Apenas cruzó la puerta, caminó con prisa, como si temiera que alguien lo detuviera, que alguien lo descubriera disfrazado de Ferka. Buscó con ansiedad cada puerta del pasillo superior, guiado por algo más que lógica: un impulso animal, eléctrico, carnal.
La encontró.
La habitación principal.
Y supo que era esa.
La cama era inmensa. Sábanas suaves, de hotel cinco estrellas. Una pared completa cubierta por un espejo. Y, lo más importante…
el closet abierto de par en par.
Cientos de pares de zapatos alineados como si fueran soldados listos para marchar: tacones de todos los colores, botas con plataformas, zapatillas deportivas, flats, sandalias. Un arcoíris de cuero, gamuza, vinil y brillos.
Y ropa…
Tanta ropa.
Vestidos ajustados. Lencería colgada con ganchos dorados. Tops mínimos, faldas cortas, bodys transparentes.
Y más allá: cajones abiertos con ropa interior doblada como si fueran joyas. Encajes, hilos, seda.
La piel de Ferka sabía vivir entre esos tejidos.
Francisco tragó saliva.
Sus manos temblaban.
No podía creerlo.
—Estoy… aquí —susurró, como si por fin pudiera aceptarlo.
Era su voz. Dulce. Baja. Hipnótica.
Y suya.
No había cámaras.
No había fans.
El hijo de Ferka estaba con su ex. Su pareja, fuera grabando un reality.
Estaba completamente solo.
Y entonces, dejó de contenerse.
Cerró la puerta con seguro.
Caminó frente al espejo.
Se observó.
Las piernas largas, torneadas, desnudas hasta medio muslo.
El top ceñido, marcando unos pechos perfectos.
El cabello cayendo como una cascada por los hombros.
El rostro de Ferka. Su rostro.
Los labios gruesos, húmedos, entreabiertos por el asombro.
Alzó una mano y acarició su mejilla. Luego su cuello. Bajó con lentitud. Sus dedos recorrieron su propio brazo como si tocaran porcelana viva.
Y sin pensarlo, sus manos bajaron.
Ajustó el top.
Pasó las yemas por debajo.
Sintió el roce suave, sensible, nuevo.
—Esto es mío —dijo, apenas audible, temblando—. Esto… ahora me pertenece.
Y lo creyó.
Ya no se trataba de Ferka.
Ya no era “su” cuerpo.
Era el cuerpo que llevaba puesto.
El que lo envolvía. El que obedecía cada uno de sus gestos.
Se quitó los tacones.
Disfrutó el clic que hacían al caer.
Pisó el piso de madera descalzo, sintiendo la textura contra las plantas suaves de sus nuevos pies.
Se arrodilló frente al espejo.
Y por primera vez en su vida, se miró desde afuera… siendo la fantasía.
Y supo que esa noche no iba a dormir.
El silencio en la habitación era tan profundo que podía oír su propia respiración…
Aunque incluso eso le parecía ajeno.
Una respiración suave, femenina, sensual.
Cada inhalación elevaba ese pecho que no le pertenecía hasta hacía apenas unas horas.
Francisco se quedó de rodillas frente al espejo.
El reflejo no le devolvía un hombre.
Le devolvía a Ferka: escote prominente, piernas torneadas, cabello largo, labios gruesos y entreabiertos, mejillas ligeramente sonrojadas…
Y una mirada que aún no sabía cómo sostener.
Era deseo. De él… hacia él mismo.
Se quedó ahí, unos segundos más, observando.
No necesitaba moverse todavía. Solo sentir.
Su mano —delgada, de dedos largos, de uñas brillantes— se posó sobre su clavícula.
Y empezó a bajar.
Deslizó la yema de sus dedos por la tela ajustada del brasier, sintiendo el calor de su propia piel nueva debajo.
Sintió el roce sutil de los pechos contorneados por el brasier.
La curva perfecta. La suavidad elástica.
Y el cosquilleo.
Uno distinto al que conocía. Más agudo. Más interno.
Se incorporó lentamente, apoyando las palmas sobre el suelo alfombrado.
El movimiento hizo que el cabello cayera por delante del hombro derecho, y lo dejó ahí.
Le gustaba cómo se sentía.
De pie, comenzó a quitarse la ropa con lentitud.
Primero el top.
Lo levantó por el borde, lo pasó sobre su cabeza, y quedó en sujetador frente al espejo.
Los tirantes finos sobre su piel bronceada.
Las copas redondeadas, firmes.
El encaje suave que no rascaba, sino acariciaba.
Lo siguiente fue la falda.
Bajó el cierre lateral con cuidado, sintiendo cómo la tela se aflojaba en sus caderas.
La dejó caer, y quedó con el conjunto de ropa interior que Ferka había elegido esa mañana sin imaginar que lo usaría él.
Era negro.
Delicado.
Ajustado.
Brillante bajo la luz cálida del cuarto.
Y perfecto.
Giró sobre sí mismo.
Miró su silueta desde todos los ángulos.
Cada curva, cada centímetro de piel.
El vientre plano. El brillo en los muslos. El hueco elegante en la espalda baja.
No podía creer que eso fuera real.
Pero lo era.
Y entonces, lentamente, como si se tratara de una ceremonia, llevó las manos a su espalda, desabrochó el sujetador…
Y dejó que cayera al suelo.
Los pechos de Ferka quedaron desnudos, firmes, suaves.
Se miró al espejo, más cerca.
Se acarició apenas.
Una caricia ligera, como quien prueba una fruta por primera vez.
Y jadeó.
Porque no solo los veía.
Los sentía.
Desde adentro.
—Esto… esto no se puede comparar con nada —susurró.
No era simple morbo.
Era poder.
Era lujo.
Era algo que nunca en su vida había tocado… y ahora lo envolvía.
Quedó desnudo por completo frente al espejo.
Sin ropa, sin barreras.
Solo Ferka.
Y él.
Era su cuerpo ahora.
Y no iba a desperdiciarlo.
Su reflejo era tan hermoso que le dolía.
Francisco no sabía cuánto tiempo llevaba frente al espejo.
Pero ya no era un simple observador.
Era el protagonista de una fantasía viva.
La ropa interior quedó a un lado.
Las manos ya no temblaban.
Ahora sabían adónde ir.
Qué apretar. Qué rozar.
Y, sobre todo, cómo sentir.
Se miró a los ojos mientras deslizaba los dedos lentamente por su vientre plano.
La piel era tersa, suave, sin una sola imperfección.
Pasó por la curva de su cadera, por la parte interna del muslo.
Se abrió un poco de piernas y volvió a mirarse al espejo.
Los labios —los de Ferka— estaban entreabiertos, húmedos, llenos de deseo.
Respiraba agitada.
Las mejillas le ardían.
Se tocó.
Lento.
Primero en la superficie.
Como tanteando.
El primer contacto fue tan eléctrico que casi retrocedió.
Pero no.
Siguió.
Fue descubriendo cada pliegue, cada punto sensible, cada latido ajeno que ahora era propio.
Sus dedos se movían con más decisión.
Buscaban.
Exploraban.
Jugaban.
Y todo ardía.
Desde adentro.
El cuerpo de Ferka respondía con una intensidad desconocida.
Cada roce enviaba ondas que subían por su espalda, que le arqueaban el torso, que lo hacían gemir bajito.
Se sentó sobre sus talones. Luego, sobre el suelo alfombrado, frente al espejo.
Abrió las piernas.
Una pierna flexionada.
La otra extendida.
Y se observó.
Una mano entre las piernas.
La otra en uno de sus pechos.
Presionaba suave.
Jugueteaba con los pezones.
Y jadeaba.
—Dios… soy hermosa… —susurró, en trance.
No tenía vergüenza.
No tenía culpa.
No era simple masturbación.
Era consagración.
Ferka había vivido en ese cuerpo.
Lo había moldeado. Lucido. Vendido.
Pero ahora él lo descubría.
Lo hablaba en otro idioma.
Y cuando llegó al clímax —porque llegó— fue distinto a todo.
No fue un estallido directo.
Fue una serie de olas profundas, calientes, que lo atravesaron desde los muslos hasta la garganta.
Su voz —aguda, temblorosa— se quebró en un gemido largo, ahogado en su propia mano.
Se quedó tirado en la alfombra, sudado, exhausto.
El cabello húmedo pegado a la frente.
Las piernas aún temblando.
Y entonces, sonó el teléfono.
Era su número.
Bueno… el de Francisco.
La pantalla mostraba: "Numero desconocido".
Contestó.
La voz grave del otro lado sonó con tono seco, desconfiado.
—¿Estás… bien?
Francisco tragó saliva.
Se sentó sobre sus rodillas, aún desnudo, aún con el pulso acelerado.
—Sí —respondió con voz dulce, fingiendo inocencia—. Solo… me estoy acomodando. Conociendo la casa. Pensando qué hacer mañana. Nada raro.
Silencio al otro lado.
—No has… hecho nada raro, ¿verdad? Con mi cuerpo. Nada… pervertido.
Francisco rió suave.
Forzó un tono ligero.
—¿Yo? ¿Pervertido? Claro que no. Solo estoy… respetándolo.
Como me pediste.
Ferka suspiró.
No sonaba convencida.
Pero no podía probar nada.
—Nos vemos mañana. No olvides… lo que te dije.
—Jamás —dijo Francisco, aún sintiendo el cosquilleo entre las piernas—.
Tu cuerpo está en buenas manos.
Cortó.
Y volvió a mirar al espejo.
A su reflejo.
A esa sonrisa nueva que no era suya, pero ya le pertenecía.
Y supo que no pensaba devolvérselo nunca.
Pasó un día. Luego tres. Luego una semana.
Al principio, ambos esperaban que el otro llamara.
Pero ninguno lo hizo.
Francisco no quería.
Y Ferka… no sabía si debía.
El acuerdo de verse “mañana” se fue diluyendo como un mal recuerdo.
Y sin notarlo, ambos comenzaron a vivirse.
FRANCISCO (en el cuerpo de Ferka)
El calendario se llenó rápido.
Invitaciones a entrevistas.
Grabaciones de televisión.
Promociones de maquillaje, ropa, gimnasio.
Mensajes en Instagram por cientos.
Al principio dudaba, pero luego…
respondía como si siempre hubiera sido ella.
—¡Hola, mis amores!
—¿Se nota lo rico que dormí? ¡El mejor colágeno es el que te hace gritar en la noche! 😏
—Ya casi es viernes… y yo ya estoy lista. ¿Ustedes?
La cámara lo adoraba.
Las luces lo celebraban.
La gente lo deseaba.
Y él también.
El cuerpo de Ferka se volvió su traje favorito.
Y dentro de él, no solo era sexy… era invencible.
Se maquillaba con destreza.
Caminaba con soltura.
Tenía un dominio corporal que asombraría incluso a la verdadera Ferka.
Sabía moverse, posar, hablar.
Y en las noches…
Las noches eran un festival privado.
Lencería nueva.
Juguetes que antes solo había visto en páginas de chicas que jamas penso usar pero que ahora montaba como si no pudiera vivir sin eso.
Y el cuerpo… el cuerpo que aprendió a leer como un mapa del placer.
Se masturbaba con obsesión.
Frente al espejo.
Con la voz grabándose.
Con los dedos temblando.
Y más de una vez, después de terminar, miraba su reflejo… y decía:
—No hay manera en el mundo en que te devuelva esto.
FERKA (en el cuerpo de Francisco)
Los primeros días fueron asquerosos.
Sudor. Ronquidos. Uñas duras.
Ropa aburrida.
Y ese maldito aparato colgando entre las piernas.
Pero el cuerpo… aguantaba.
No tenía cólicos.
No tenía que depilarse cada semana.
Nadie la perseguía por la calle ni le pedía selfies.
Y si no quería sonreír, no tenía que hacerlo.
Dormía. Comía.
Y por primera vez en años…
nadie opinaba sobre su cuerpo.
Empezó a caminar más.
Le gustaba cómo sonaban los zapatos sobre el pavimento.
Compró ropa cómoda.
Una laptop.
Leía.
Y aunque nunca llegó al punto de “explorarse”, sí… tocaba.
Un poco.
Con curiosidad.
Para entender qué sentía un hombre común.
Y cómo se sentía ella siendo uno.
Pero el verdadero placer venía de cosas simples:
Bañarse sin prisas.
Ver una serie sin pensar en likes.
Comer sin contar calorías.
No tener que posar.
A veces, se sorprendía a sí misma tarareando mientras cocinaba.
Y aunque se odiaba por eso…
también sonreía.
Pensó en llamar. Muchas veces.
Pero ¿para qué?
Quizás…
Quizás "la otra Ferka" ya no quería volver.
Un mes después.
Francisco se miró en un espejo gigante de camerino.
Tenía el maquillaje recién aplicado.
El escote empujado por un corset.
Las uñas largas.
La sonrisa afilada.
Sacó su teléfono.
Buscó en contactos: “Francisco (mi antiguo cuerpo)”.
Titubeó.
Y luego… no llamó.
En cambio, subió una historia:
“Lista para el programa de esta noche 💋 ¡Y sí! Estos labios no dicen mentiras… pero saben guardar secretos. 😘✨”
Y desde una pequeña casa en la otra parte de la ciudad,
la ex-Ferka —ahora Francisco— vio esa historia,
y no supo si reír…
o dejar de mirar para siempre.
El teléfono sonó a las 11:42 de la noche.
Francisco —la nueva Ferka— estaba en bata de seda, desmaquillándose frente al espejo de su tocador cuando vio el nombre en la pantalla.
“Francisco (mi antiguo cuerpo)”
Sintió un leve escalofrío.
No era miedo.
Ni culpa.
Era algo más…
como si el pasado llamara a su puerta disfrazado de quien fuiste.
Contestó con voz controlada, casi formal.
—¿Bueno?
Del otro lado, la voz grave respondió, también medida.
Pero no logró ocultar cierta nostalgia.
Cierta incomodidad.
—Soy yo. No… no quería quedarme sin decir algo.
Necesitamos hablar.
Francisco se miró al espejo.
El rostro de Ferka lo miraba de vuelta.
Perfecto. Inquietante.
Cansado, pero todavía poderoso.
—Sí. Tienes razón —dijo con suavidad—. Ya es tiempo.
—¿Puedes salir de la ciudad?
—Sí. Dime dónde.
El punto de encuentro fue un hotel pequeño, sin nombre de cadena.
Ubicado en una carretera secundaria, entre árboles y neblina.
De esos donde nadie pregunta nada.
Donde la privacidad no se cobra: se asume.
Una habitación con cama matrimonial, luz amarilla, paredes con textura granulada y una mesa con dos vasos de agua sin hielo.
Ferka —en el cuerpo de Francisco— llegó primero.
Llevaba pantalones oscuros y una camisa de cuadros. Nada especial.
Pero estaba nerviosa.
Se había afeitado.
Peinado.
Y perfumado con una colonia barata que había aprendido a usar. no sabia porque pero lo hizo
Estaba sentada en el borde de la cama cuando escuchó la puerta abnriendose.
Se levantó. Por instinto
Y ahí estaba "ella".
Él.
Francisco, en el cuerpo de Ferka.
La boca roja.
Un abrigo largo, negro.
Tacones.
Cabello suelto, ligeramente húmedo.
Y unos ojos que brillaban entre la duda y el deseo.
Entró sin decir palabra.
Por unos segundos, el silencio los cubrió como una manta pesada.
Fue Ferka —en el cuerpo de Francisco— quien rompió el hielo.
—Estás igual. Parece que estas cuidando bien mi cuerpo.
Francisco se quedó de pie, mirándola.
O mirándose.
—Tú tambien. Pareces muy… tranquila.
—No lo estoy. Solo… me adapté.
—Yo también. —Hizo una pausa—. Más de lo que pensé que podría.
Ferka bajó la mirada.
Se sentó otra vez en la cama.
—¿Viniste con la idea de volver?
Francisco no respondió enseguida.
Se quitó el abrigo.
Debajo, un vestido corto, ajustado, negro.
Zapatos altos. Piel bronceada. Piernas perfectas cruzándose al sentarse.
—No lo sé.
Al principio, cada día quería que esto no terminara.
Luego… cada día que seguia en este cuerpo me parecía un regalo.
—¿Y ahora?
Francisco lo miró con una sonrisa triste.
—Ahora… me da miedo que si vuelvo… extrañe esto.
Ferka asintió.
Tocó su barbilla. Se sintió áspera. Masculina.
—Yo ya no me odio en este cuerpo.
Ya no me siento frágil.
Ni vigilada.
Duermo mejor.
Ambos rieron, bajo, como si no supieran si reír era lo correcto.
Luego el silencio volvió.
Y esta vez, fue más íntimo.
—Podríamos intentarlo —dijo Ferka de pronto—. Volver a golpearnos. A besarnos. A repetir el accidente. Quizás… funciona.
Francisco la miró.
Luego miró sus propias manos.
Las uñas rojas. Las muñecas finas.
El cuerpo que ya sentía suyo.
Y respondió con voz baja.
—¿Y si no funciona?
¿Nos abrazamos y fingimos que sí?
—Podría ser —dijo ella—. O podríamos quedarnos así.
Pero ahora sí por decisión.
El beso no los devolvió.
Pero sí los encendió.
No fue deseo puro.
No fue atracción por el cuerpo del otro.
Fue…
morbo, nostalgia, confusión.
Las bocas se unieron con una mezcla de duda y necesidad.
Y cuando se separaron, no dijeron nada.
Solo respiraron agitados.
Las manos, casi sin permiso, comenzaron a recorrer.
Un brazo.
La espalda.
Un mechón de cabello retirado con ternura.
Un pulgar sobre el labio del otro.
Un roce en la cintura.
Un dedo que bajaba más de la cuenta.
Los cuerpos se acercaban.
No como amantes.
Como posesiones cruzadas, explorándose a sí mismas a través del otro.
Y la idea de volver...
esa que habían traído en la maleta de las excusas…
se desdibujaba con cada caricia.
No eran dos desconocidos.
No eran dos amantes.
Eran algo peor:
Dos espejos rotos que aún se reflejaban.
Y en esa habitación sin cámaras ni público…
empezaron a tocarse.
Aún no sexual.
Pero ya no del todo inocente.
El segundo beso no fue accidental.
No fue prueba.
Fue decisión.
Se fundieron.
Y esta vez, no se separaron.
Las manos ya no tanteaban: se apoderaban.
Se aferraban a la espalda, al cuello, a la carne.
Exploraban cada pliegue con la urgencia de quien reclama lo que ya considera suyo.
El vestido de Ferka se deslizó por su cuerpo como un suspiro.
Las manos masculinas —las de Ferka, ahora Francisco— lo bajaron sin detenerse, sin pedir permiso.
Conociendo ya cada curva… pero viéndola desde fuera, con una mezcla de deseo y fascinación.
Los dedos de Francisco bajaron por la camisa del otro.
Los botones se abrieron como si no ofrecieran resistencia.
Y de pronto, ambos estaban semidesnudos frente al otro.
El cuerpo de mujer que había sido Ferka.
El cuerpo de hombre que había sido Francisco.
Y ellos, atrapados en esa paradoja ardiente.
Las bocas se buscaban.
Se mordían.
Se reclamaban.
La tensión se había transformado en necesidad.
Los gemidos eran suaves al principio.
Pero crecieron.
Sudaban.
Se empujaban.
Se montaban.
Se invertían.
No eran pareja.
No eran ni siquiera compatibles.
Pero estaban cruzados.
Y sus cuerpos ardían de una forma que ninguno había experimentado jamás.
Tocarse era violar el pacto.
Pero ya no les importaba.
La habitación se volvió un templo cerrado, una cápsula.
Afueras, el mundo seguía.
Pero ahí dentro, el tiempo se detuvo.
El cuerpo de Ferka, en manos de Francisco, temblaba bajo sus propios dedos.
El cuerpo de Francisco, en manos de Ferka, se tensaba y gemía con torpeza.
Y cuando llegó el momento —ese momento inevitable, íntimo, animal—
cuando ambos alcanzaron el clímax desde cuerpos ajenos…
entendieron la verdad.
Ya no era necesario volver.
Ya no querían volver.
Se habían consumido mutuamente.
Sellado.
Reclamado.
No por amor.
Sino por una especie de pacto silencioso:
“Este cuerpo es mío. Y yo soy este cuerpo.”
La habitación olía a sudor, perfume y algo más difícil de nombrar.
Como un lazo invisible.
Un lazo que no se ve, pero se ata fuerte.
La sábana apenas los cubría.
Francisco —en el cuerpo de Ferka— estaba recostado de lado, con el cabello alborotado, una pierna desnuda fuera de la cama, el rostro aún enrojecido por el esfuerzo y la risa suave.
Ferka —en el cuerpo de Francisco— se sentó en la orilla, la espalda hacia él, el torso cubierto por la camisa arrugada que había usado al llegar.
Tomaba agua de la botella de cortesía.
Sus hombros desnudos subían y bajaban con una respiración tranquila.
No hablaban.
Pero se escuchaban.
El silencio no era incómodo: era el idioma secreto de los cómplices.
Francisco estiró la mano.
Rozó con la yema de los dedos la espalda del otro.
Y dijo, apenas audible:
—No quiero volver.
Ferka asintió, sin mirarlo.
—Yo tampoco.
Un momento más.
Y luego, sin volverse, Ferka agregó:
—No me gustaba tu cuerpo al principio.
Ni tu vida.
Pero ahora… la entiendo.
Y la puedo soportar.
Francisco sonrió.
—Yo hice más que soportarla —dijo—.
La disfruté.
Ferka giró un poco la cabeza.
Sus ojos se encontraron.
No había juicio.
No había vergüenza.
Solo aceptación.
—Esto va a repetirse, ¿verdad?
Francisco se sentó en la cama, aún con el pecho descubierto, la piel bronceada brillando bajo la tenue luz del amanecer.
—Sí.
Pero no todos los días.
No queremos arruinarlo.
—Cada tres meses —propuso Ferka, como quien lanza un anzuelo.
—Mismo hotel.
Misma habitación.
Misma historia —respondió Francisco, sellando el pacto.
Ambos se miraron.
Y lo entendieron sin decirlo:
No era amor.
No era venganza.
Era un secreto compartido, tejido de placer y de poder.
Se vistieron lentamente, sin prisa.
Al salir, no se besaron.
No se abrazaron.
Ni siquiera se miraron una última vez.
Solo intercambiaron una sonrisa breve.
Y partieron hacia direcciones opuestas.
Cada uno con una nueva vida.
Cada uno con un cuerpo que ya no pensaba devolver.
Y una cita pendiente…
cada tres meses.
Francisco ya no era Francisco.
Era Ferka.
Y lo era con cada paso que daba sobre unos tacones altos.
Con cada risa provocativa lanzada en el programa de fin de semana.
Con cada pose descarada en revistas, entrevistas y alfombras.
Se volvió adicta a sí misma.
A su cuerpo nuevo.
A la manera en que las cámaras la adoraban.
A cómo podía cruzar las piernas y detener una conversación sin decir una palabra.
Y sí… también a cómo usaba ese cuerpo por las noches.
Lo exploraba. Lo provocaba. Lo celebraba.
Ferka nunca había sido tan sensual… como cuando dejó de serlo.
Y Ferka ya no era Ferka.
Era Francisco.
Pero no uno común.
Ahora caminaba por la ciudad sin ser perseguida.
Disfrutaba desayunar sin maquillaje, sin cámaras, sin críticas.
Amaba la rutina simple: el metro, el café barato, la ropa cómoda.
Pero había un secreto.
Un deseo que crecía sin decirlo.
Le gustaba verse.
Ver a su antiguo cuerpo, ahora llevado con descaro por Francisco.
La forma en que posaba.
Cómo hablaba.
Cómo lo movía.
Y sin poder evitarlo… se tocaba.
No por placer inmediato, sino por esa adicción nueva:
ser testigo de su transformación completa.
Y también disfrutaba su nuevo cuerpo.
Ya no lo veía como una cárcel.
Era su espacio privado.
Uno que se daba el lujo de explorar, de vez en cuando, con lentitud y sin culpa.
Tres meses después.
El hotel de carretera los recibió como antes.
Misma hora.
Misma habitación.
Mismo silencio compartido.
"Francisco" llegó primero.
Estaba nerviosa, ansiosa, con el corazón latiendo fuerte.
Pero cuando se abrió la puerta…
cuando lo vio entrar…
la vio.
"Ferka" cruzó el umbral con un vestido ceñido, un escote que cortaba el aliento, labios rojos, y un andar que gritaba deseo.
No por él.
Sino por lo que ambos habían creado.
Por lo que habían sellado aquella noche.
Por lo que estaban a punto de repetir.
Sonrieron.
No dijeron nada.
Las manos se buscaron.
Los labios se acercaron.
Y el deseo, viejo y nuevo, volvió a encenderse.
Ya no eran quienes fueron.
Eran lo que eligieron ser.
Y esta vez… no había culpa.
Solo una cita.
Cada tres meses.
Para recordar que nunca quisieron volver.
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